Empezaré dejando claro que no sé
qué es la realidad, ni me importa. Es más, para mí la realidad no puede ser otra cosa que pregunta. Me interesa la historia de la
realidad, eso sí. Para algunos, hace muchos siglos fue agua en perpetuo
movimiento, para otros, aire. Hasta que alguien se hizo esa genial
pregunta de ¿por qué solo un elemento? Aire, agua, fuego y tierra.
Entonces, la realidad estaba cubierta por una tela negra que, por las
noches, dejaba entrever la gran esfera de fuego de detrás (que hoy
llamamos sol) a través de esos agujeritos fosforescentes (que hoy
llamamos estrellas). Ese cielo perforado nos recordaba el límite de
nuestro mundo.
Para algunos, la realidad fue copia débil del original, para otros, el original se perdió sumiéndonos en una profunda nostalgia. O quizás nunca hubo original.
Para mí, lo importante es no olvidar que la realidad no existe al margen del tiempo y espacio. La realidad siempre es cuándo y dónde. Para quién. Hoy, para algunos es imagen, para otros, límite. Para muchos incluso la realidad se restringe a la certeza del tacto. Yo no sé qué es la realidad. Aquí y ahora, para mí, la realidad será espacio y palabra.
Como dice el aforismo de Wittgenstein, “Los límites de mi lenguaje son los límites del mundo”. Este espacio-palabra que defino yo aquí intentaré que sea acotado, abarcable y articulado.
De todos los ejes que han configurado la experiencia de lo real para la humanidad, es el horizontal el que más me fascina. El horizonte, constatación rotunda de la experiencia subjetiva del espacio, y por tanto experiencia subjetiva de lo real, es mi línea favorita. Una vez me contaron que los griegos pensaban que más allá del horizonte se hallaba la nada, el caos. El mundo de todos se acababa con esa línea que, paradójicamente, cada ser humano ve de forma diferente. No había espacio concebible, realidad, sin horos; la línea, la frontera. La persona que me contó esto me hizo ese día uno de los regalos más bonitos e importantes que se pueden hacer: me regaló un concepto.
Si tuviera que hacer un regalo especial, regalaría un concepto; herramienta lírica para definir lo antes indecible, trazar una línea alrededor del caos y dar forma. Regalar un concepto es regalar un límite nuevo. No es mi idea de concepto, un límite rígido y encorsetado. Un concepto es para mí un hilo que conecta, una voz que hace resonar algo que estaba antes, pero en silencio. Designa a la vez que sugiere más allá del límite que lo nombra. Mi concepto no excluye sino que ensambla.
Una vez, un anciano irlandés me contó cómo fue para él descubrir el concepto “berenjena” (tardaron mucho tiempo en importarla a la isla). Él trabajaba en el sector de la moda y debido a sus contactos con Londres, ya conocía la palabra “berenjena”: “el” berenjena era un color parecido al morado para tejidos. Un día, en un mercado de verdura, descubrió “la” berenjena. Me decía con los ojos chispeantes que, en ese momento, su mundo se volvió berenjena.
Si tuviera que pedir un regalo, me gustaría que me cedieran un concepto: la berenjena ya es bien conocida en Irlanda, también lo es el horizonte, así que pediría conceptos menos conocidos como el de mujer-sin-escudo, amor-antídoto, objeto-huérfano, o beso-teléfono.
Así, aún sin entender (por suerte) qué es realidad, mi mundo se ensancharía un poco. Con el mismo vértigo con el que los griegos debieron de mirar al horizonte que marcaba la frontera de su mundo, yo me asomaría brevemente a esa invención de infinito que a veces reclama el amor y otras veces el concepto.
Ese vértigo de infinito que, como bien lo expresó Chantal Maillard, no es otra cosa que “la sorpresa de los límites”.